I miei primi ricordi delle Feste mi riportano ad abitudini molto diverse da quelle di oggi.
…Dunque le Feste. Attese. Vagheggiate. Gioiose.
Cominciavano con le letterine, indirizzate ai genitori, cara mamma e caro papà, sempre le stesse con scarsa fantasia. Piene di buoni propositi: sarò buono, sarò obbediente, vi voglio bene, eccetera. Ne conservo ancora qualcuna insieme alle pagelle della prima e della seconda elementare.
L'apertura ufficiale arrivava la sera del 24 dicembre. Il cenone della vigilia. E il presepe. Anzi presepio. Ci avevano lavorato a lungo, bambini e genitori. Avevano raccolto la vellutina in campagna e nei giardini delle città. I personaggi del presepio venivano conservati da un anno all'altro e così le casette dei contadini, le pecore dei pastori, i tre Re magi, la Madonna col suo manto azzurro e San Giuseppe che non so perché risultava calvo, forse per dargli un sembiante da persona anziana e senza le tentazioni della carne. E il bambino. Il bambino Gesù, un corpicino nudo o appena velato per nascondere il sesso.
…Finita la cena, i bambini recitavano una poesiola o leggevano la letterina. Poi andavano a dormire e venivano svegliati pochi minuti prima della mezzanotte. Si formava un piccolo corteo col bimbo più piccolo in testa che portava il bambino Gesù e lo deponeva nella culla vigilata dalla mucca e dall'asino. La cerimonia finiva lì e si tornava a dormire, ma non era facile riprender sonno anche perché si sapeva che al risveglio avremmo trovato i regali.
I regali del Natale erano tuttavia leggeri. Una bambolina per le femmine, ai maschi un gioco dell'oca o il meccano che allora era in voga, abituava a una manualità molto incoraggiata dai maestri della scuola.
I grandi, genitori e altri parenti e amici, non si scambiavano regali tra loro, non era uso. L'albero di Natale ci era del tutto sconosciuto e lo stesso Babbo Natale - almeno nelle regioni del Centro e del Sud - non esisteva. Qualche vaga eco ce ne arrivava da conoscenti che abitavano a Milano e Torino. Da Roma in giù di papà Natale non si aveva notizia. | Lo sagrado y lo profano
Ayer imperaba el conformismo. Hoy tiene un signo diferente pero lo hay a manos llenas. Con Papá Noel y los renos encabezando el cortejo. Y del Niño Jesús ya no se habla.
Mis primeros recuerdos de las Fiestas me remiten a costumbres muy diferentes de las actuales. Es verdad que han pasado ochenta años desde entonces y el mundo que nos rodea ha cambiado mucho, pero vale la pena contarlas, esas costumbres y estas diferencias, aunque sólo sea para compararlas con el presente. Si cambiamos para mejor o para peor no lo sé. Sólo digo que es diferente.
Las Fiestas con F mayúscula para nosotros, niños, y para nuestros padres, eran las dos semanas que transcurren desde el 23 diciembre hasta la Epifanía que (según se dice) termina con todas las fiestas que había. Entonces no existía el 'week-end', el fin de semana. El sábado y el domingo pocos se desplazaban, la segunda casa era un lujo que las familias de la pequeña burguesía y los obreros no se podían permitir. Uno descansaba, paseaba. Tal vez iba al cine, y esto era todo.
Las Fiestas. Esperadas. Anheladas. Dichosas.
Comenzaban con las cartitas, dirigidas a los padres, querida mamá y querido papá, siempre las mismas con poca fantasía. Llenas de buenas intenciones: voy a ser bueno, voy a ser obediente, los quiero mucho, etcétera. Aún conservo alguna junto a los boletines de primero y segundo grado.
La apertura oficial llegaba la noche del 24 de diciembre. El banquete de la vigilia. Y el nacimiento. O mejor, el pesebre. En él habían trabajado durante mucho tiempo padres e hijos. Habían recogido la hierba en el campo y en los jardines de la ciudad. Los personajes del pesebre se conservaban de un año a otro y también las casitas de los campesinos, las ovejas de los pastores, los tres Reyes Magos, la Virgen con su manto azul y San José, que no se por qué era siempre calvo, tal vez para darle un semblante de persona anciana y sin las tentaciones de la carne. Y el niño. El niño Jesús, un cuerpito desnudo o apenas cubierto para ocultar el sexo.
De un año a otro el escenario se enriquecía con nuevas adquisiciones: un pozo, otro pastor, otra choza.
Terminada la cena, los niños recitaban un versito o leían la cartita. Luego se iban a dormir y se los despertaba pocos minutos antes de medianoche. Se formaba un pequeño cortejo con el niño más pequeño a la cabeza que llevaba al niño Jesús y lo colocaba en la cuna vigilada por el buey y el asno. La ceremonia terminaba allí y todos volvían a dormir, pero no era fácil retomar el sueño, entre otras cosas porque sabíamos que al despertar encontraríamos los regalos.
Los regalos de Navidad eran discretos. Una muñeca para las niñas, a los varones un juego de la oca o el mecano que entonces estaba en boga, ayudaba a una destreza manual muy alentada por los maestros de la escuela.
Los grandes, padres y otros parientes y amigos, no se intercambiaban regalos, no se acostumbraba. El árbol de Navidad nos era absolutamente desconocido y el mismo Papá Noel – por lo menos en las regiones del Centro y del Sur – no existía. Nos llegaba algún vago eco de conocidos que vivían en Milán y Turín. De Roma hacia abajo, de papá Noel no se tenían noticias.
Los días posteriores a la Fiesta los niños jugaban a la guerra. Tenían, como excepción, zona franca en gran parte de la casa y la aprovechaban. Construían campamentos con viejas frazadas fijadas contra la pared y apoyadas sobre las sillas y se disparaban porotos y garbanzos con pistolitas de resorte. Las niñas, dentro de la carpa, reclamaban un espacio propio destinado a la cocina. Al gato (había siempre un gato) tratábamos de introducirlo en la carpa, pero a él no le gustaba, arañaba y escapaba haciendo peligrar el frágil equilibrio de esa construcción.
Luego se jugaba a la oca. O a las escondidas. O al gallo ciego. Así pasaban los días esperando con impaciencia la Befana* porque era ella quien traía los verdaderos regalos.
La noche del 5 de enero la espera alcanzaba su punto culminante. La Befana llegaría en plena noche y no se nos permitía esperarla, pero los niños estaban alerta, vigilaban todas las entradas y todas las salidas. Los grandes tenían un aire insólitamente misterioso. Había un punto de la casa con la puerta cerrada con llave. Allí, evidentemente, se escondía un misterio.
(04 de enero de 2008)
N. de la T.: * En ciertas regiones de Italia es la Befana quien trae los regalos y no los Reyes Magos.
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