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إسباني إلى ألماني: Todo por el pueblo. El déficit de individualismo en la cultura política española - Alles für das Volk Der Mangel an Individualismus in Spaniens politischer Kultur General field: العلوم الاجتماعية Detailed field: التاريخ
لغة نص المصدر - إسباني
Todo por el pueblo.
El déficit de individualismo en la cultura política española
Más que un esquema cerrado, quisiera esbozar en estas páginas una idea que todavía se halla en estado embrionario. Lo que propongo, en pocas palabras, es que en la cultura política española dominante durante los siglos XIX y XX ha existido una persistente tendencia a atribuir los derechos políticos a la colectividad en lugar de radicarlos en los individuos o en el conjunto social entendido como un agregado de ciudadanos. Esa suprema referencia de la legitimidad ha sido concebida, según los momentos, como una esencia ideal, una realidad material o incluso un organismo biológico, pero siempre como un ente exterior y superior a sus componentes individuales; entre sus encarnaciones diversas se me ocurren, aunque esto sea de importancia secundaria, las de pueblo, nación, proletariado y raza. En conjunto, el tipo de identidad dominante ha sido un buen ejemplo de lo que Liah Greenfeld, en su conocido ensayo sobre El nacionalismo. Cinco vías hacia la modernidad, denomina una concepción colectivo- autoritaria del sujeto político por oposición a la individualista-libertaria, propia de la tradición liberal-democrática anglosajona.
Las Cortes de Cádiz
Partamos de la situación y los debates que dieron lugar a la Constitución de 1812, acta de nacimiento del liberalismo español y de la política contemporánea en España según la convención habitual entre los historiadores. La principal innovación de aquella Constitución fue, como se sabe, su proclamación de la soberanía de la nación frente a la del monarca.
Pero el constitucionalismo gaditano tiene una peculiaridad que es, como mínimo, sorprendente: al no ser aquellas Cortes resultado de un cambio revolucionario sino de un circunstancial vacío de poder, sus diputados fueron elegidos entre los miembros más destacados de los estamentos y corporaciones del Antiguo Régimen, aunque no fueran sus representantes formales. Grosso modo, podía contabilizarse entre ellos un tercio de clérigos y otro de funcionarios (entre civiles y militares) de la Monarquía absoluta. Que en una institución tan continuista dominara el liberalismo –tan ajeno, en principio, a la cultura política en que la mayoría de ellos se habían formado– es el fenómeno que servirá de punto de partida para esta reflexión.
Para entender las ideas que poblaban la mente de los liberales gaditanos hay que recordar que, desde hacía siglos, las élites aristocráticas, funcionariales o clericales españolas se habían educado de manera casi exclusiva en doctrinas procedentes de la escolástica medieval, reformuladas por última vez con vigor y brillantez por los dominicos y jesuitas salmantinos del XVI. Esta escuela, como han subrayado tantas veces sus defensores, no justificaba el absolutismo regio, al menos en sentido literal; por el contrario, creía que el poder real –o el de cualquier otro gobernante, dentro de los regímenes considerados legítimos– debía tener límites. Es cierto que los detentadores del poder, representantes de la soberanía divina, tenían indiscutible primacía sobre los súbditos; éstos, como individuos, no podían esgrimir derecho alguno frente a ellos. Pero al residir toda autoridad originaria y radicalmente en Dios, y no pertenecer de forma inmediata al monarca o gobernante, éste la ejercía, en teoría al menos, de manera condicional, sólo al servicio del bien común.
En segundo lugar, la divina providencia no había transferido la soberanía al rey o la autoridad terrena de forma directa sino a través del pueblo, de la comunidad de los creyentes, que a su vez lo había delegado en sus gobernantes. Por último, en una concepción del cuerpo social organicista como aquélla, se entendía que el poder público, por su propia naturaleza, no podía dominar de manera total y absoluta el conjunto social, pues al hacerlo así invadiría las esferas de otros órganos naturales, que tenían su espacio propio aunque inferior (al igual que el corazón o el cerebro, en el cuerpo humano, aun siendo vitales, no pueden pretender cumplir también las funciones del aparato digestivo o de las extremidades, por degradadas que éstas sean); si lo intentaban, se convertían en antinaturales, en despóticos. De ahí la aparente paradoja de que, durante el reinado de un Felipe II, que ha pasado a la historia como paradigma del absolutismo, Juan de Mariana pudiera escribir tratados en los que se denunciaba la tiranía y hasta se justificaba el regicidio si el monarca se excedía o incumplía su función originaria.
Podría decirse, y más de una vez se ha dicho, que este planteamiento del problema tiene un contenido democrático. No es cierto, si por democracia se entiende el control o la participación popular en el ejercicio del poder; menos aún, si incluye el derecho de los súbditos como individuos a exigir cuentas o contener la acción de los gobernantes. Pero sí es cierto que tal teoría encauzaba de alguna forma el poder en cierta dirección y dentro de ciertos límites –teóricos–, ya que el monarca, o los representantes de la soberanía, en último extremo divina, sólo eran legítimos si servían al bien común, función para la que el supremo creador los había establecido; y que, dada la visión organicista de la sociedad, sólo podían ejercer su poder dentro del ámbito de sus funciones naturales. En la práctica, ambos límites o condiciones a la acción de gobierno sólo estaban garantizados por la existencia de las corporaciones que vertebraban de forma tradicional el sistema social: o bien la Iglesia, intérprete de la voluntad divina (es decir, encargada de establecer la dirección en que debía orientarse la defensa de la fe verdadera, uno de los aspectos esenciales del bien común); o bien las Cortes, que representaban al regnum –no al populus–; o instituciones como las forales, que detentaban ciertos derechos y privilegios locales heredados; o incluso ciertas personas físicas, no en cuanto individuos particulares, sino en cuanto depositarios de privilegios familiares o corporativos heredados. En definitiva, sólo los cuerpos o collegia en los que la sociedad se suponía organizada de manera natural (es decir, divina) podían poner límites a los gobernantes que pretendieran sobrepasar sus poderes tradicionales.
A esta teoría heredada se había añadido, en el siglo XVIII, una corriente de opinión fuertemente favorable a la ampliación de las regalías o derechos del monarca. El reformismo borbónico había logrado el apoyo de las élites políticas e intelectuales, sobre todo de las más cercanas a la burocracia gubernamental, que presentaban al trono como el defensor del bien común, según la fórmula tradicional, o de la razón, el progreso y el interés general, en términos más acordes con los tiempos; en todo caso, como lo opuesto a los derechos eclesiásticos, nobiliarios, forales o corporativos, entendidos como residuos de un pasado irracional y encarnación de intereses particulares, es decir, egoístas y mezquinos.
Era una manera nueva de expresar un forcejeo muy antiguo, procedente, en definitiva, del momento en que se afirmaron los reyes frente a los señores feudales a finales de la Edad Media; pero el siglo ilustrado había reavivado el conflicto, más con la Iglesia que con la nobleza o los entes locales. Una manifestación de esta pugna fue la división y el odio cerval que dominó toda aquella centuria entre el clero llamado jansenista, defensor de la tradición galicana, favorable a la intervención regia en materias eclesiásticas, y los jesuitas, o papistas, también tildados de ultramontanos o curialistas . El célebre sínodo de Pistoia, en 1786, fue la expresión más completa las posiciones de los primeros, con mezcla de febronianismo, versión moderna del conciliarismo medieval, que oponía el poder colectivo de los obispos a las aspiraciones papales al absolutismo regio. Sus conclusiones, como no podían por menos, fueron declaradas heréticas por los pontífices, pero en la primera década del siglo XIX aún mantenían gran fuerza entre el alto clero español –nombrado, no hay que olvidarlo, por el rey–.
Un excelente ejemplo de clérigo jansenista en Cádiz es Joaquín Lorenzo Villanueva, que en un opúsculo no fácil de entender hoy explicó cómo la Constitución liberal se conciliaba perfectamente con la doctrina de santo Tomás.
Permítanme insistir, por tanto, en que las ideas políticas dominantes en la España del XVIII no eran liberales, en el sentido de localizar el origen de los derechos y del poder público en el ser humano individual, considerado única realidad natural y portador último de la razón y el criterio moral. Es cierto que la tradición escolástica se había secularizado, hasta cierto punto, como muestra la obra de un Marín y Mendoza, influido por Puffendorf o Heineccio, pero seguía dominada por una visión naturalista y orgánica de la sociedad, mucho más que por un liberalismo de base individualista. Básicamente, el cuerpo social se creía una realidad natural, de la que emanaban los derechos y las directrices morales, en vez de verlo como un artificio, producto de un contrato entre los individuos, fuente originaria de toda relación social.
Tampoco venían de la teoría heredada referencias democráticas, salvo por parte de los autores más radicales y en los años finales, ya bajo el influjo del revolucionarismo francés. Exceptuada esa franja extrema y de última hora, casi nadie había defendido la participación de la gran masa de la población no privilegiada en la toma de decisiones políticas. Si olvidamos las referencias retóricas de los escolásticos al “pueblo” como sujeto político inicial e ideal, siempre que los escritores de los siglos XVI a XVIII mencionaban este término lo hacían de forma negativa.
Una eventual participación política del pueblo era considerada una locura, dada la falta de instrucción de los villanos. Y cuando alguno de los partidos cortesanos recurría de hecho al pueblo, como en las excepcionales ocasiones en que se apelaba al motín para dañar o desplazar del poder a personajes o grupos rivales, se consideraba por todos una operación de pésimo gusto y gravemente peligrosa. Incluso los ilustrados más avanzados daban por supuesta la necesidad de elevar el nivel educativo de las masas como paso previo a su acceso a la futura categoría de ciudadanos.
Esta retórica elitista sufrió un drástico cambio a partir de 1808. Pero no porque aquel año se produjera una revolución, en el sentido estricto de este término, sino porque confluyeron en él una serie de hechos inesperados y contingentes que desequilibraron radicalmente el sistema. Por un lado, el valido Godoy se lanzó a una arriesgada intervención en el turbulento escenario internacional posterior a la Revolución Francesa al pactar en secreto con Napoleón la conquista de Portugal, lo que dio lugar a una ocupación pacífica de España por tropas galas sobre la que la opinión pública no recibió explicación alguna; por otro, un golpe de Estado (el segundo en pocos meses) organizado por los enemigos del odiado primer ministro tuvo éxito, y Carlos IV, para salvar la vida de su protegido, abdicó el 19 de marzo en Aranjuez, con lo que subió al trono su hijo con el nombre de Fernando VII; la debilidad de ambos les hizo, sin embargo, partir en las semanas siguientes hacia Francia, en coches separados y sin comunicarse, para conseguir el aval del emperador; y a esta situación se añadió, en mayo, la violenta y generalizada sublevación de la población contra las tropas napoleónicas, motivada por causas variadas y complejas que no vienen al caso. En armas el país y ausente la familia real, se hizo preciso reunir unas Cortes en Cádiz, ciudad protegida por su geografía y por la flota inglesa del dominio francés, y para designar a sus componentes se siguieron métodos tradicionales, dentro de lo excepcional de la situación.
La nación
Tales Cortes, sobre las que había recaído el poder de manera tan imprevista y circunstancial, procedieron a una reorganización radical de la estructura política del país, invadiendo sin contemplaciones terrenos que antes pertenecían a los organismos privilegiados. Al hacerlo no creyeron actuar de forma revolucionaria, en el sentido de proclamar el surgimiento de un poder nuevo; siendo sus miembros, como eran, funcionarios ilustrados y clérigos jansenistas o estatalistas, entendían que estaban asumiendo las competencias regias, aunque aprovechando la coyuntura para interpretar éstas en el sentido más amplio posible; es decir, poniendo en práctica el sueño de las élites intelectuales y políticas que llevaban décadas colaborando con los monarcas absolutos. En principio, por tanto, había continuidad con la situación del siglo que acababa de terminar. Lo único nuevo, lo verdaderamente rupturista, fue que, en lugar de limitarse a invocar el nombre del rey ausente, o de referirse al populus o al regnum, detentadores de la soberanía en ausencia del rey según sus maestros escolásticos, las Cortes asumieron estas competencias en nombre de la nación, un ente del que antes sólo habían comenzado a hablar los más avanzados y que había sido incorporado al vocabulario político por la Revolución Francesa –referencia caótica y temible en 1793-1795, pero con nuevo prestigio tras el orden interior logrado por Bonaparte y sus éxitos internacionales –. Esto es lo que alarmó a los conservadores y lo que planteó la polémica.
Pareció entonces, y ha seguido pareciendo durante mucho tiempo a los historiadores, que la influencia dominante sobre los constitucionalistas era el liberalismo, bien fuera de raigambre individualista anglosajona o revolucionaria jacobina. Ése es, probablemente, el error, pues se detecta más continuidad de la habitualmente reconocida con el pensamiento corporativo o colectivista-autoritario de la escolástica tradicional. No es casual que la Constitución de 1812 carezca de una declaración de derechos individuales: la mayoría de sus autores sencillamente no creía que existieran esferas de la actividad privada sobre las que el conjunto social no tuviese derecho a legislar.
En cambio, sí les pareció plausible la existencia de una nación, en cuyo nombre ellos hablaban; nación era un término suficientemente innovador y confuso como para que muchos la entendieran como una continuación del regnum, de los collegia, de los derechos corporativos que tradicionalmente habían limitado el poder del rey. De ahí que la España a la que se hace referencia en Cádiz, lejos de ser un conjunto de ciudadanos que se declaran dueños de los derechos políticos, sea un ente histórico-esencial, cargado de rasgos étnicos: monolíticamente católica, monárquica, imbuida de valores nobiliarios y estructurada alrededor de una monarquía templada, de la que son parte consustancial las Cortes y los fueros; esta “forma de ser” permanente de España había alcanzado su expresión ideal y plena en la Edad Media (según expone, por ejemplo, por un Martínez Marina, el mito, tan similar por otra parte al de los galos en Francia o los sajones en Inglaterra), situación que se habría visto luego perturbada por la irrupción de una monarquía extranjera, importadora de un absolutismo extraño a nuestras tradiciones y causante de la decadencia. Son bien conocidas las difíciles circunstancias que tuvieron que vivir los llamados –equívocamente– liberales al terminar la guerra de 1808-1814, tras la reposición del rey en el trono absoluto y la anulación de toda la obra constitucional y legislativa gaditana. A partir de ese momento, y a diferencia de sus antecesores ilustrados, las élites modernizadoras iban a verse forzadas a seguir impulsando su proyecto político sin el apoyo regio. Lo que significó enfrentarse con obstáculos francamente insuperables, al menos con escrupulosidad democrática, ya que los medios de que disponían para llegar a la población (prensa, sociedades secretas, clubes revolucionarios) eran típicamente urbanos e incapaces de competir con los púlpitos en aquel mundo abrumadoramente rural y analfabeto.
A cambio de la pérdida del favor regio, y de la imposibilidad práctica de ganarse a la opinión, los liberales se encontraron con que disponían del apoyo del Ejército. De él se sirvieron para imponer ocasionalmente la Constitución por medio de pronunciamientos y, sobre todo, él fue quien les permitió vencer a los absolutistas en el campo de batalla, cuando éstos se alzaron en armas siguiendo a don Carlos. Pero, incluso una vez derrotado el carlismo y desmanteladas las bases económicas del poder eclesiástico con la desamortización, siguieron careciendo de los medios y de la estabilidad necesarios para socializar a los españoles en unos valores políticos diferentes. Como alternativa a la propuesta absolutista del hermano del rey difunto apostaron, además, por la reina viuda y su hija Isabel, y éstas, sobre todo la segunda, una vez declarada mayor de edad y asentada en el trono, tampoco dieron oportunidades al proyecto liberal. Con lo que la saga de las conspiraciones y los pronunciamientos se prolongó otras cuantas décadas.
El pueblo
En el curso de estas luchas políticas, las referencias al supremo portador de la soberanía por parte de la izquierda liberal se radicalizaron y fueron cargando sus tintas populistas, siguiendo con ello el gusto romántico de la época. De las bocas de los radicales salió cada vez más el término pueblo, junto a –y, al final, en vez de– el de nación; y ahora, al revés que en el Antiguo Régimen, aquella referencia tenía un sentido positivo, en parte por el giro axiológico del romanticismo y en parte por la leyenda formada en torno a la participación popular en la epopeya antinapoleónica. Ya Antonio de Capmany lo había expresado con toda nitidez, en su Teatro histórico-crítico de la elocuencia española, cuando exaltaba las virtudes espontáneas del instinto popular frente al carácter artificial y falso de la vida social culta. En cuestión de unos años, la apelación al pueblo pasó a convertirse en legitimación suprema. Y a medida que transcurrieron las décadas se radicalizó: los intransigentes o exaltados del Trienio, los progresistas de los años treinta, los demócratas de los cuarenta y cincuenta, los republicanos de los sesenta y setenta e incluso los socialistas y anarquistas del .n de siglo tendieron a referirse, cada vez más, no al pueblo en su sentido ideal, como la nación esencial y eterna, sino a los estratos sociales más bajos, a las clases populares, al pueblo trabajador, a las manos callosas. Es habitual que se interprete esta evolución como el desarrollo de un radicalismo democrático en la línea de Rousseau, Tom Payne o Proudhon, eslabones que conducen del liberalismo al anarquismo. Pero, de nuevo, puede que haya mayor continuidad de lo que sugieren las apariencias.
En España, la izquierda liberal era muy frecuentemente jacobina, y el pueblo como soberano sacralizado podía ser para ella una Minerva sabia y dura, representante de la colectividad pero también del progreso y la justicia, ante cuyo altar un gobierno minoritario estaba más que dispuesto a sacrificar las libertades individuales e incluso la participación popular. Los militares, por supuesto, más recelosos que nadie del desorden que suponía cualquier intervención popular no controlada, apoyaban este planteamiento. En unos y otros pervivía el ideal ilustrado de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Especial referencia habría que hacer en este punto a los krausistas, un sector no muy radical pero sí muy influyente sobre los ambientes intelectuales favorables al liberalismo, y a la modernización de la vida social y política en general, en la segunda mitad del siglo. Los historiadores se han interrogado muchas veces sobre las razones por las que la intelectualidad avanzada española eligió como mentor y guía a Krause, un filósofo de tan escaso brillo en el deslumbrante mapa intelectual germánico.
Planteada una vez esta cuestión al propio Sanz del Río, primer importador de la obra de aquel pensador, contestó que lo había hecho porque era la doctrina que más se asemejaba al tomismo en que él había sido educado. Tenía razón. La concepción organicista de la vida social típica del krausismo conectaba muy bien con la escolástica tradicional.
Dejando de lado otros aspectos de esta doctrina, y de este grupo humano, tan admirable en muchos sentidos, es muy interesante anotar que la versión intelectual más prestigiosa del liberalismo en España partió de una concepción de la sociedad situada en el polo opuesto del individualismo anglosajón.
Tras sortear múltiples obstáculos, el proyecto liberal –si se me permite continuar con brochazos gruesos este cuadro tan necesitado de matizaciones– acabó encallando en el último cuarto del siglo XIX. El Sexenio Democrático, errático sobre todo a partir de la muerte de Prim, terminó en un desprestigio generalizado de la alternativa revolucionaria; y en los lustros siguientes los residuos liberales se vieron reducidos a la impotencia política, sobreviviendo en guetos principalmente culturales: escuelas laicas, logias masónicas, periódicos, casinos, partidos a los que el gobierno adjudicaba una representación parlamentaria minúscula... Pese a que las intervenciones populares –bien fueran favorables al fanatismo teocrático o bien brutales explosiones de violencia, sobre todo anticlerical, en nombre del progreso – habían contribuido no poco a desilusionar a muchos de los que iniciaron su vida política apoyando el liberalismo y la democracia, en estos círculos izquierdistas finiseculares seguía reinando un discurso centrado alrededor del pueblo, al que ahora se atribuían cualidades propias de un héroe mitológico. El pueblo era el futuro héroe redentor, hoy “durmiente” (adormecido por el opio del catolicismo), que un día despertaría gracias a la acción de la minoría intelectual progresista, nuevo sabio Merlín que le administraría la pócima cultural gracias a la cual habría de tomar conciencia de su fuerza y sus derechos y rebelarse contra el Dragón clerical, aquel monstruo que tenía atenazada en la lóbrega cueva del oscurantismo a la Dama pura y sufriente que representaba a la colectividad ideal: la España liberal del medievo, la Democracia, la República, la Acracia...
El pueblo real, sin embargo, desoyó mayoritariamente esas llamadas y se mantuvo en una relativa pasividad durante aquel final de siglo. Fueron los “años bobos” de Galdós, cuya calma se vio finalmente interrumpida por la guerra de 1898. En ese momento, la Monarquía española reveló su aislamiento internacional, los gobernantes la vacuidad de su retórica y el Ejército lo ridículo de su leyenda de invencible; pero lo peor de todo fue que el pueblo, aquel pueblo en cuya explosión de cólera justiciera en el momento supremo tanto se confiaba, se fue a los toros y disfrutó de lo lindo el mismo día en que se recibieron las noticias del hundimiento de la flota en el Cavite. Las reacciones ante aquella traumática pérdida de las colonias habrían de marcar los derroteros políticos de buena parte del siglo XX. Bajo la etiqueta global de regeneracionismo, se ofrecieron múltiples propuestas que contenían los más diversos programas políticos. Aunque siempre con un denominador común: todas ellas apoyaban sus reivindicaciones en un sujeto colectivo de tipo comunitario y orgánico.
Después del 98
La primera y más visible de estas reacciones fue la de los intelectuales progresistas, herederos de la tradición liberal del siglo que se extinguía. Más imbuidos que nadie del positivismo racial de la época, se encontraron en un callejón de difícil salida. Al identificar pueblo con raza, como venían haciendo desde los años 1860, el 98 les dejaba sin respuesta: si a una oligarquía inmoral y egoísta, siempre dispuesta a sacrificar los intereses patrios en aras de los suyos particulares, se añadía ahora un pueblo indiferente ante el destino nacional, era inevitable concluir que la raza era de mala calidad – sin duda porque pervivían en ella vetas crueles e indolentes de los ancestros árabes–. Ante tal panorama, algunos se sumieron en el pesimismo y evolucionaron hacia un elitismo conservador; otros explotaron literariamente su malestar, identificado con el de la patria moribunda, con resultados artísticos nada desdeñables acompañados de análisis políticos de escaso realismo (por mencionar uno de los más extravagantes, pero de mucho éxito, el de Ganivet en su Idearium español, cuando explica el problema de España a partir del dogma de la Inmaculada Concepción).
La derecha antiliberal, por su parte, se atuvo, en principio, al discurso escolástico tradicional. En él figuraba el pueblo, como sabemos, aunque sin la menor intención de fomentar su participación política. Las guerras carlistas, sin embargo, habían demostrado que, gracias al control y la integración en el mundo rural de las redes eclesiásticas y los pequeños poderes nobiliarios, buena parte del mismo seguía apoyando la causa absolutista.
De ahí que los ideólogos tradicionalistas tampoco se abstuvieran de utilizar el mito populista en un sentido moderno: el pueblo, el verdadero pueblo español, de esencia católica y monárquica, estaba con ellos. Lo cual no era en absoluto incompatible con su condena de las teorías de la soberanía popular ni con una radical desconfianza hacia el pueblo real, especialmente el urbano, para el que propugnaban las políticas represivas más duras, pervertido como lo creían por los vientos modernos. Pero el advenimiento de la era de las naciones había dejado también su huella sobre el discurso de la derecha, que pasó de articularse en torno al pueblo cristiano, o populus Dei, a hacerlo en torno a la nación española; aquélla fue la original síntesis que se llamaría nacional-catolicismo, expuesta ya en toda su plenitud por un Menéndez Pelayo y repetida por Vázquez de Mella, Acción Española y los demás inspiradores de los regímenes de Primo de Rivera y Franco. La Iglesia, tras vivir un periodo de repliegue defensivo entre la Revolución Francesa y el Concilio Vaticano II, durante el cual condenó una y otra vez el liberalismo y los derechos del hombre, vio también cómo se entreabría una esperanzadora puerta con esta referencia a la nación, a los “derechos colectivos”, tan útiles como dique de contención, no sólo frente a la revolución social, sino sobre todo frente al individuo como suprema referencia ética. El catolicismo y el orden social conservador se fundieron así en la verdadera España.
Una tercera reacción fue la de la izquierda revolucionaria, que se evadió del planteamiento nacional pero no del populista. Abrazando con ardor el lenguaje de clase, entendió por pueblo el proletariado, una hermandad universal de obreros manuales que anulaba la identidad nacional. El futuro era de los trabajadores, cuya revolución habría de ser mundial y definitiva. Muchos –y no siempre obreros – se hicieron, así, entre el final del siglo XIX y las primeras décadas del XX, anarquistas, socialistas y, a partir del triunfo bolchevique, comunistas. Es inevitable referirse, en este punto, al predominio del anarquismo en España, dato que en principio parece contradecir la tendencia hacia el colectivismo que hemos venido siguiendo. Pero el término “anarquismo” no debe engañarnos. Con tal palabra no se designaba, en el mundo ibérico, una doctrina individualista extrema. El anarquismo que triunfó en España no bebía en las fuentes de Bakunin, y mucho menos en las de Max Stirner, Nietzsche o Henry Thoreau, sino en las de Kropotkin. Y este noble ruso defendía un comunitarismo al antiguo estilo. Baste recordar que el ideal de organización social, o ley suprema de la naturaleza, que propone en La ayuda mutua, son las hormigas y las abejas, donde imperan la cooperación y el sacrificio por la colectividad. En todo ello había un toque de cristianismo tradicional que seguramente explica buena parte de su éxito en España, Italia o Rusia. Pero es difícil encontrar una imagen más opuesta al individualismo que un hormiguero o una colmena.
Las élites periféricas, por último, empezando por las catalanas, se zafaron del dilema racial descubriendo, alrededor del 98, que no eran españolas. Hicieron también populismo, pero ya no en relación con el pueblo español sino con el catalán o el vasco. De ahí que fuera tan fácil la conversión al regionalismo fuerista, y más tarde al nacionalismo, de muchos antiguos carlistas, o defensores de derechos divinos del rey y la Iglesia. Porque el punto de partida no eran las libertades individuales sino los derechos de la colectividad; encarnara ésta en instituciones históricas o en rasgos raciales, pues no sólo Arana sino también Prat de la Riba denostaba a los españoles como bereberes, frente a los vascos o catalanes, que se suponían europeos o arios. Con el correr de las décadas, estos nacionalismos se alejarían de aquellos orígenes y asumirían unos planteamientos democráticos, y hasta revolucionarios; su oposición al franquismo les otorgaría el definitivo marchamo de modernidad. Pero, en general, han seguido proclives a creer que los derechos de la colectividad eran tan prioritarios que podían reclamarse incluso de forma no cívica –esto es, pisoteando algún que otro derecho individual.
Derechos individuales y colectivos
Lo colectivo, en resumen, bajo el nombre de pueblo, raza, clase o nación (y ésta, española, vasca o catalana) ha servido de referencia básica para los diferentes programas políticos. Salvando algunas excepciones, como el federalismo pactista de un Pi y Margall, los planteamientos en términos de derechos y libertades individuales brillan por su ausencia; e incluso de los federales debemos recordar que, junto a los pactistas, siempre los hubo orgánicos; y que su popularidad se debió mucho más a su defensa de identidades colectivas, como las cantonales, que pretendían fragmentar el Estado-nación heredado, que a la de las libertades individuales.
Puede, por tanto, que la democracia orgánica que decían defender los ideólogos del Movimiento fuese algo más que un término hueco. Cabe imaginar franquistas que creyeran honradamente en límites al poder derivados de los derechos de los organismos sociales (no de las libertades individuales, pecado liberal); para empezar, los de la Santa Madre Iglesia, en cuyo terreno ni Franco – totalitario mitigado, en este punto– podía meterse.
No entraré en el tema, demasiado complejo, de la transición posfranquista. Me referiré sólo a uno de sus aspectos: el carácter ambiguo de la identidad a la que se atribuyó la soberanía en el edificio democrático entonces construido. Aquella reivindicación tan generalizada en el tardofranquismo de las “libertades democráticas” incluía, desde luego, el reconocimiento de los derechos políticos y civiles de los individuos, pero también –y en lugar muy prominente– los derechos de entes colectivos, especialmente por parte de los nacionalistas periféricos. De ahí que al redactarse la Constitución se debatiera tanto sobre si la recién recuperada soberanía residía en la indisoluble y sacrosanta nación española o en las no menos intocables nacionalidades que competían con ella. La existencia de unas comunidades dotadas de continuidad histórica y rasgos culturales objetivos sobre los que se cimentaban unas exigencias perennes pareció indiscutible a los diversos partidos y grupos políticos del momento; en lo que hubo desacuerdo fue en la identidad de tales comunidades. Lo que no parece que a nadie se le ocurriera fue atribuir la soberanía a los ciudadanos. Porque nadie, o casi nadie, había sido educado en las ideas de Locke, Stuart Mill o Tocqueville; casi nadie creía que el primer principio político debía ser la afirmación de una esfera privada de acción en la que los individuos tienen todo el derecho a obrar con plena libertad, incluso si al hacerlo se equivocan o se comportan de forma absurda –en opinión de los demás–; lo cual, para colmo, es beneficioso para el conjunto social. Las reivindicaciones grupales, en cambio, resultaban asequibles para todos; e incluso habían adquirido un toque de modernidad con su formulación en términos de “identidad colectiva” y “memoria heredada”. Eran, por supuesto, muy convenientes para los intereses de las élites locales. Y, sobre todo, tranquilizaban respecto de los efectos disolventes del individuo como mónada moral; de ahí que se sumaran con tanto ardor a esta reivindicación de los “derechos colectivos” los obispos, a quienes había costado dos siglos aceptar los derechos individuales (y, cuando lo habían hecho, los habían llamado “derechos de la persona humana”; como si hubiera personas no humanas; el caso era no mencionar al individuo, referencia satánica y disolvente).
El resto del público, acostumbrado como estaba desde hacía siglos a este mensaje político, lo aceptó como algo natural. Pero hoy paga en su vida diaria los inconvenientes de este planteamiento. Porque la sociedad española ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años. No sólo ha experimentado un crecimiento económico espectacular, ha consolidado un sistema democrático y ha conseguido una aceptable presencia en el escenario internacional, sino que ha modernizado radicalmente (para bien y para mal) sus hábitos, es decir, que se ha secularizado, hay un individualismo creciente y los ciudadanos están preocupados sobre todo por su bienestar privado. Se vive mejor que nunca, e incluso se disfruta de un considerable prestigio exterior, que uno detecta cuando en reuniones académicas o políticas se menciona el “modelo español” de la modernización y la transición a la democracia como paradigma de éxito. A la vez, sin embargo, en el foro político interior sigue percibiéndose una veta de malestar, una sensación de fracaso; se publican con gran éxito análisis del pasado reciente dominados por la nostalgia rupturista, denuncias del “fraude” de la transición. Aunque los españoles dedican su esfuerzo diario a su bienestar personal y familiar, que con frecuencia sufre no poco por culpa de tanta lucha tribal y tanto agravio enquistado, no pueden expresarlo ni defenderse porque no poseen un discurso político que refleje estas exigencias.
Continúan así en las redes de tanto clérigo disfrazado de vindicador colectivo, en especial nacionalista, pero también sindical o corporativo, que considera the pursuit of apiñes individual y terrena un valor moral ilegítimo y sigue pregonando, a cambio, un discurso colectivista, redentorista y autoritario.
En definitiva, a lo largo de todo el proceso aparece como una constante el peso de la escolástica medieval y el escaso impacto del individualismo y el racionalismo liberal moderno (y espero que se sepa disculpar, en aras del esfuerzo de síntesis, la simplificación que supone meter en un mismo saco un pensamiento tan complejo y diverso como el liberal). Los conflictos siguen planteándose entre realidades colectivas metafísicas, ultraterrenas, reencarnación de los antiguos collegia o del populus Dei; y, como estos entes presentan exigencias absolutas (los derechos irrenunciables de las nacionalidades, por ejemplo, frente a la unidad indisoluble de la España eterna), la solución es imposible. Sólo cabrán arreglos realistas el día que se atribuya la soberanía al conjunto de los ciudadanos y se negocien cuotas de bienestar entre individuos libres que defienden sus intereses. Ese día, además, el discurso político se adecuará al carácter moderno de la sociedad española actual.
[Este artículo fue presentado como ponencia en el congreso de ‘‘Historia de los conceptos'', dirigido por Javier Fernández Sebastián, en la Universidad del País Vasco, del 30 de junio a 2 de julio de 2003].
José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Universidad Complutense. Autor de El Emperador del Paralelo: Lerroux y la demagogia populista y de Mater Dolorosa: La idea de España en el siglo XIX.
ترجمة - ألماني Alles für das Volk
Der Mangel an Individualismus in Spaniens politischer Kultur
Über den Rahmen eines geschlossenen Konzeptes hinaus möchte ich auf diesen Seiten eine Idee skizzieren, die immer noch in den Kinderschuhen steckt. Was ich vorschlage ist, kurz gesagt, dass in Spaniens dominierender politischen Kultur des 19. und 20. Jahrhunderts die fortdauernde Tendenz existierte, politische Rechte eher der Kollektivität zuzuschreiben, anstatt sie in den Individuen oder in der sozialen Einheit zu verankern, welche als ein Zusammenschluss der Bürger verstanden wurde. Diese oberste Referenz der Legitimität wurde je nach dem Augenblick als eine ideale Essenz, eine materielle Realität oder sogar als ein biologischer Organismus aufgefasst — stets jedoch in Form eines Wesens, welches außerhalb seiner individuellen Komponenten existiert und ihnen überlegen ist. Unter dessen verschiedenen Verkörperungen kommen mir, obgleich dies nur eine untergeordnete Rolle spielt, das Volk, die Nation, das Proletariat und die Rasse in den Sinn. Insgesamt stellt die dominierende Identitätsform ein gutes Beispiel der von Liah Greenfeld in ihrer bekannten Abhandlung über den Nationalismus1 benannten „kollektiv-autoritären“ Auffassung des politischen Subjekts entgegen der „individualistisch-libertären“ dar, wobei Letztere charakteristisch für die angelsächsische liberal-demokratische Tradition ist.
Die Cortes von Cádiz2
Beginnen wir bei der Situation und den Debatten, welche die Verfassung von 1812 hervorbrachten — die Geburtsstunde des spanischen Liberalismus und der modernen Politik in Spanien, gemäß der üblichen Konventionen unter Historikern. Wie allgemein bekannt, lag die Hauptneuerung jener Verfassung im Ausruf der Souveränität der Nation gegenüber derer des Monarchen.
Jedoch verfügt der Konstitutionalismus von Cádiz über eine mindestens erstaunliche Besonderheit: Dadurch, dass jene Cortes keine Folge eines revolutionären Umschwungs, sondern eines umstandsbedingten Machtvakuums waren, wurden deren Abgeordnete aus den führenden Mitgliedern der Stände und Körperschaften des spanischen Antiguo Régimen3 erwählt, auch wenn sie dieses formal nicht repräsentierten. Grob gerechnet setzten sie sich zu einem Drittel aus Klerikern und zu einem anderen Drittel aus zivilen und militärischen Funktionären der absoluten Monarchie zusammen. Die Tatsache, dass in einer derart der Kontinuität verschriebenen Institution gerade der Liberalismus vorherrschen konnte — obwohl er grundsätzlich der politischen Kultur, aus welcher die Abgeordneten entstammten, so fremd war — ist das eigentliche Phänomen, welches als Denkansatz für diese Reflexion dienen soll.
Um die Ideen nachvollziehen zu können, die den Liberalen von Cádiz vorschwebten, muss beachtet werden, dass die Eliten der spanischen Aristokraten, Beamten oder Kleriker seit Jahrhunderten fast ausschließlich mittels Doktrinen ausgebildet wurden, welche der mittelalterlichen Scholastik4 entstammten und zuletzt von den salmantinischen Dominikanern und Jesuiten des 16. Jahrhunderts rechtskräftig und mit Brillanz neu formuliert wurden. Wie bereits häufig von ihren Befürwortern betont, rechtfertigte diese Schule, zumindest im wortwörtlichen Sinne, nicht den königlichen Absolutismus. Ganz im Gegenteil: Sie vertrat, dass der königlichen Macht — oder auch der eines jeglichen anderen als legitim geltenden Regimes — Grenzen gesetzt werden sollten. Einerseits stimmt es, dass die Inhaber der Macht und die gleichzeitigen Repräsentanten der göttlichen Hoheit eine unbestreitbare Vormachtstellung gegenüber den Untertanen innehatten, denn diese konnten als Individuen keinerlei Rechte ihnen gegenüber geltend machen. Da andererseits aber Gott allein jegliche Autorität von Grund auf zugesprochen wurde und sie nicht direkt dem Monarchen oder dem Herrscher angehörte, übte dieser (zumindest in der Theorie) die Gewalt unter der Bedingung aus, dem Gemeinwohl zu dienen.
Zweitens hatte die göttliche Vorsehung dem König die Hoheit oder die irdische Autorität nicht unmittelbar übertragen, sondern es geschah über das Volk, über die Gemeinschaft der Gläubigen, die ihre Regierenden ihrerseits damit beauftragt hatten. Zu guter Letzt galt in einer organizistischen5 Auffassung des sozialen Körpers wie jener, dass die öffentliche Gewalt aus ihrer eigenen Natur heraus nicht auf totalitäre und absolute Weise die soziale Einheit beherrschen könne. Denn solch eine Vorgehensweise würde einen Eingriff in die Sphären anderer natürlicher Organe bedeuten, welche ihren eigenen, wenn auch minderen, Raum besaßen (genau so, wie im menschlichen Körper das Herz oder das Gehirn, trotz ihrer lebensnotwendigen Rolle, nicht beanspruchen können, die Funktionen des Verdauungsapparates oder der Gliedmaßen zu übernehmen; so degradiert diese auch sein mögen). Sollten sie dies versuchen, so würden sie sich zu etwas Widernatürlichem entwickeln, nämlich zu Despoten. Hierher rührt auch die scheinbare Paradoxie dessen, dass unter der Herrschaft von niemand geringerem als Philipp II. von Spanien — in die Geschichte eingegangen als Paradigma des Absolutismus — Juan de Mariana6 Abhandlungen verfassen konnte, in welchen die Tyrannei öffentlich verurteilt und sogar der Königsmord gerechtfertigt wurde, wenn der Monarch zu weit ging oder seine ursprüngliche Funktion nicht erfüllte.
Man könnte behaupten — was auch bereits einige Male getan wurde —, dass dieser Problemansatz einen demokratischen Kern hat. Dies stimmt nicht, wenn man unter Demokratie die Kontrolle des Volkes über oder dessen Beteiligung an der Machtausübung versteht, und erst recht nicht, wenn sie das Recht der Untergebenen beinhaltet, als Individuen Rechenschaft fordern zu können oder das Handeln der Regierenden einzuschränken. Aber es ist wohl wahr, dass solch eine Theorie auf irgendeine Weise die Macht in eine gewisse Richtung lenkte und sie gewissermaßen (theoretisch) eingrenzte, da der Monarch oder die Repräsentanten der (letzten Endes göttlichen) Hoheit nur als legitim galten, wenn sie dem Gemeinwohl dienten — schließlich wurden sie dafür vom Schöpfer geschaffen. Außerdem konnten sie aufgrund der organizistischen Auffassung der Gesellschaft ihre Macht nur ausüben, solange sie im Bereich ihrer natürlichen Funktionen blieben. In der Praxis wurden sowohl die Grenzen als auch die Bedingungen an das Wirken der Regierung allein durch die Existenz jener Körperschaften garantiert, die das soziale System traditionell strukturierten: Entweder die Kirche, als Ausleger des göttlichen Willens (bzw. als Bestimmer der Richtung, in welche sich die Verteidiger des „wahren“ Glaubens orientieren sollten, welcher einen der grundlegenden Aspekte des Gemeinwohls darstellte); die Cortes, die das regnum7 und nicht etwa das populus repräsentierten; Institutionen wie den Fueros8, die bestimmte Rechte und lokale Erbschaftsprivilegien besaßen; oder sogar bestimmte natürliche Personen, nicht etwa als einzelne Individuen, sondern als Verwahrer familiärer oder vererbter korporativer Privilegien. Folglich konnten nur diejenigen Körper oder collegia9, in welchen die Gesellschaft — so meinte man — auf natürliche (d.h. göttliche) Weise organisiert war, jenen Regierenden Grenzen aufziehen, die ihre traditionellen Mächte überschreiten wollten.
Zu dieser vererbten Theorie war im 18. Jahrhundert eine starke öffentliche Meinung hinzugekommen, die sich für eine Ausweitung der Regalien oder der Rechte des Monarchen aussprach. Der bourbonische Reformismus hatte die Unterstützung der politischen und intellektuellen Eliten gewonnen, darunter vor allem derer, welche der Regierungsbürokratie am nächsten standen. Diese stellten den Thron, gemäß der Tradition, als „Verteidiger“ des Gemeinwohls oder, in einer zeitgemäßeren Auslegung, der Vernunft, des Fortschritts und des gemeinen Interesses dar. Jedenfalls sah man in ihm das Gegenstück zu den Rechten der Kirche, des Adels und der Körperschaften oder zu den Fueros, welche als Rückstände einer irrationalen Vergangenheit und Verkörperung eigener, d.h. egoistischer und habgieriger, Interessen verstanden wurden.
Es war eine neue Art und Weise, einem sehr alten Kräftemessen Ausdruck zu verleihen, welches letzten Endes von dem Moment an ausging, als sich die Könige zum Ende des Mittelalters gegen die Feudalherren behaupteten. Jedoch hatte das Jahrhundert der Aufklärung den Konflikt — mehr mit der Kirche, als mit dem Adel oder den lokalen Institutionen — wieder aufleben lassen. So war ein Ausdruck dieses Kampfes die Teilung und der abgrundtiefe Hass zwischen dem so genannten jansenistischen10 Klerus, Verteidiger der gallikanischen11 Tradition und Befürworter der königlichen Intervention in kirchlichen Belangen, und den Jesuiten (oder „Papisten“12), die auch als „Ultramontane“13 oder „Kurialisten“14 bezeichnet wurden. Die berühmte Synode von Pistoia15 im Jahre 1786 stellte den vollständigsten Ausdruck über die Einstellung der Janseniten dar — gemischt mit Ansätzen des Febronianismus16, einer modernen Version des mittelalterlichen Konziliarismus —, welche die kollektive Macht der Bischöfe entgegen der päpstlichen Ansprüche auf eine königliche Souveränität setzte. Ihre Schlüsse wurden von den Pontifizes — sie konnten wohl einfach nicht anders — als häretisch deklariert. Jedoch behielten sie im ersten Jahrzehnt des 19. Jahrhunderts immer noch einen starken Einfluss innerhalb des hohen spanischen Klerus, welcher (nicht zu vergessen) vom König ernannt wurde.
Ein ausgezeichnetes Beispiel für einen jansenistischen Kleriker in Cádiz ist Joaquín Lorenzo Villanueva, der in einem heute nicht leicht zu verstehenden Opusculum erklärte, auf welch perfekte Weise sich die liberale Verfassung mit der Doktrin des heiligen Thomas von Aquin17 vereinbarte.
Erlauben Sie mir deshalb zu betonen, dass die dominierenden politischen Vorstellungen im Spanien des 18. Jahrhunderts nicht „liberal“ in dem Sinne waren, dass der Ursprung des Rechts und der öffentlichen Gewalt dem individuellen Menschen zugeschrieben wurde, den man als einzige natürliche Realität und letzter Träger der Vernunft und der Moral erachtete. Es stimmt zwar, dass die scholastische Tradition sich bis zu einem bestimmten Punkt säkularisiert hatte, wie auch das von Pufendorf oder Heineccius beeinflusste Werk Marín y Mendozas18 zeigt. Aber nichts desto trotz blieb es von einer naturalistischen und organischen Vorstellung der Gesellschaft dominiert — viel eher als von einem Liberalismus auf individualistischer Basis. Im Grunde genommen hielt sich der soziale Körper für eine „natürliche“ Realität, aus welcher die Rechte und moralischen Normen hervorgingen, anstatt ihn als ein Konstrukt zu sehen; Produkt eines Kontraktes zwischen den Individuen, welche wiederum die Urquelle aller sozialen Beziehungen darstellten.
Von der besagten vererbten Theorie entstammten auch keine demokratischen Bezüge, ausgenommen seitens der radikalsten Autoren innerhalb der letzten Jahre, die bereits unter dem Einfluss des französischen Revolutionismus standen. Bis auf diese extreme und in letzter Minute entstandene Randerscheinung, hatte fast niemand die Teilnahme der unprivilegierten Volksmasse an der politischen Entscheidungsfindung verteidigt. Wenn wir die rhetorischen Verweise der Scholastiker auf „das Volk“ als erstes und ideales politisches Subjekt beiseite nehmen, fällt auf, dass dieser Begriff von den Schriftstellern des 16. bis 18. Jahrhunderts stets auf negative Weise verwendet wurde.
Eine mögliche politische Partizipation des Volkes wurde, aufgrund der fehlenden Bildung des „gemeinen Volkes“, als wahnsinnig angesehen. Sobald eine der höfischen Parteien sich nun doch an das Volk wandte — beispielsweise zu vereinzelten Anlässen, bei welchen Meutereien angezettelt wurden, um gegnerischen Personen oder Parteien zu schaden oder sie aus der Machtposition zu verdrängen — wurde dies von allen Seiten als eine besonders gefährliche Operation schlechten Geschmacks erachtet. Sogar die fortgeschrittensten Aufklärer sahen eine unabdingbare Notwendigkeit darin, zuerst das Bildungsniveau der Massen anzuheben, bevor sie der zukünftigen Kategorie der Bürger angehören konnten.
Diese elitäre Rhetorik erlitt ab 1808 eine drastische Veränderung. Nicht etwa, weil in diesem Jahr eine Revolution im engeren Sinne stattfinden würde, sondern da zu jenem Zeitpunkt eine Reihe unerwarteter und zufälliger Ereignisse zusammenliefen, welche das System schwerwiegend aus dem Gleichgewicht brachten. Zum einen stürzte sich Godoy, der Günstling des Königs, in eine riskante Intervention im turbulenten internationalen Szenario nach der Französischen Revolution, als er insgeheim mit Napoleon einen Pakt über die Eroberung Portugals schloss, was zu einer friedlichen Besetzung Spaniens durch französische Truppen führte, über die die Öffentlichkeit keineswegs aufgeklärt wurde. Andererseits organisierten die Feinde des verhassten Premierministers mit Erfolg einen Putsch (der zweite innerhalb weniger Monate) und Karl IV. dankte am 19. März in Aranjuez ab, um das Leben seines Günstlings zu retten, wodurch sein Sohn namens Ferdinand VII. den Thron bestieg. Die Schwäche beider jedoch ließ sie in den folgenden Wochen nach Frankreich übersiedeln — in separaten Wägen und ohne miteinander zu kommunizieren, um die Bürgschaft des Kaisers erlangen zu können. Hinzu kam dann im Mai der gewaltsame und breite Aufstand der Bevölkerung gegen die napoleonischen Truppen, der durch diverse und komplexe Hintergründe motiviert war, welche an dieser Stelle irrelevant sind. Während das Land im Krieg versank und die Königsfamilie abwesend war, erwies es sich als notwendig, wieder die Cortes in Cádiz — der Stadt, die durch ihre geografische Lage und durch die englische Flotte vor dem französischen Einfall geschützt war — einzuberufen, wobei trotz der außergewöhnlichen Umstände traditionelle Methoden bei der Bestimmung der Mitglieder angewandt wurden.
Die Nation
Derartige Cortes, auf welche die Macht in solch unvorhergesehener und umstandsbedingter Art übertragen worden war, nahmen eine radikale Umorganisation der politischen Strukturen des Landes vor, indem sie sich ohne Rücksicht in Gebiete begaben, die zuvor den privilegierten Organisationen angehörten. Hierbei dachten sie nicht, revolutionär zu handeln — in dem Sinne, das Entstehen einer neuen Staatsmacht zu verkünden. Eben weil sich ihre Mitglieder aus aufgeklärten Funktionären und jansenistischen oder statalistischen Klerikern zusammensetzten, verstanden sie, dass sie im Begriff waren, königliche Zuständigkeiten zu übernehmen — auch wenn sie die Gelegenheit nutzten, um diese im weitest möglichen Sinne auszulegen und so den Traum der intellektuellen und politischen Eliten in die Praxis umsetzten, die zuvor jahrzehntelang mit den absoluten Monarchen zusammenarbeiteten. Im Prinzip bestand also die Situation des gerade vorbeigegangenen Jahrzehntes fort. Das einzig Neue und wahrhaftig Bahnbrechende war, dass die Cortes — anstatt sich darauf zu beschränken, den Namen des abwesenden Königs anzuführen oder sich auf das populus oder das regnum zu berufen, welche laut ihrer scholastischen Gelehrten in Abwesenheit des Königs die Inhaber der Hoheitsgewalt darstellten — diese Zuständigkeiten im Namen der Nation übernahmen. Zuvor hatten ausschließlich die Fortschrittlichsten begonnen, über diese Entität zu sprechen, die über die Französische Revolution in das politische Vokabular eingebunden wurde: zwischen 1793 und 1795 noch eine chaotische und furchterregende Referenz, dann jedoch mit einem neuen Prestige, nachdem Bonaparte für die innere Ordnung gesorgt und internationale Erfolge erzielt hatte. Darin lag der Grund für die Beunruhigung der Konservativen und der Ursprung der Polemik.
Es schien den Historikern also, wobei es auch später noch lange blieb, dass der dominierende Einfluss auf die Konstitutionalisten der Liberalismus war — obgleich dessen Wurzel in der Tradition des angelsächsischen Individualismus oder der jakobinischen Revolution lag. Wahrscheinlich liegt auch darin der Fehler, denn man erkennt mehr Verbundenheit als gewöhnlich angenommen zu der korporativen bzw. kollektivistisch-autoritären Philosophie der traditionellen Scholastik. Es ist kein Zufall, dass es der Verfassung von 1812 an einer Erklärung der Individualrechte mangelt: Die Mehrheit ihrer Verfasser glaubten schlichtweg nicht an die Existenz von Sphären der privaten Tätigkeit, welche die soziale Einheit nicht gesetzlich regulieren durfte.
Stattdessen erschien ihnen die Existenz einer Nation, in deren Namen sie sprechen würden, sehr wohl als plausibel. Schließlich war der Begriff der Nation ausreichend innovativ und verwirrend, sodass viele unter ihr eine Fortsetzung des regnum, der collegia und der Körperschaftsrechte, welche üblicherweise die Macht des Königs eingeschränkt hatten, verstanden. Daher kommt es, dass das Spanien, auf welches sich in Cádiz bezogen wird — weit entfernt davon, eine Einheit der Bürger zu sein, die sich als Inhaber der politischen Rechte bewiesen — ein historisch essentielles Wesen darstellte, das mit ethnischen Zügen beladen war: monolithisch katholisch, monarchisch, geprägt von adeligen Wertvorstellungen und um eine „gemäßigte“ Monarchie herum strukturiert, innerhalb welchem die Cortes und die Fueros einen wesentlichen Teil bildeten. Diese dauerhafte „Wesensform“ Spaniens hatte im Mittelalter ihre ideale und volle Auslegung erlangt (wie es z.B. auch Martínez Marina in einem Mythos darlegt, der andererseits sehr dem der Gallier in Frankreich oder der Sachsen in England ähnelt). Ein Zustand, der später durch die plötzliche Etablierung einer ausländischen Monarchie verunreinigt werden sollte, welche einen fremden Absolutismus in die „eigenen“ Traditionen einführte und den „Niedergang“ herbeibrachte. Wohlbekannt sind auch die schwierigen Umstände, die die (irrtümlich) sogenannten Liberalen zum Ende des „Spanischen Unabhängigkeits- krieges“ (1808-1814)19 nach der erneuten Einnahme des absoluten Thrones durch den König und der Aufhebung des gesamten konstitutionellen und gesetzgebenden Werkes von Cádiz durchleben mussten. Anders als zu Zeiten ihrer aufgeklärten Vorgänger, sahen sich die modernisierenden Eliten seit jenem Augenblick gezwungen, ihr politisches Vorhaben ohne königliche Unterstützung weiterhin voranzutreiben. Dies bedeutete sich Hindernissen zu stellen, die offen gesagt — zumindest mit demokratischer Gewissenhaftigkeit — unüberwindbar waren, da diejenigen Medien, über die sie verfügten, um zur Bevölkerung vorzudringen (seien es Presse, geheime Gesellschaften oder revolutionäre Clubs), typisch städtisch waren und somit den Kanzeln in jener erdrückend ländlichen und analphabetischen Welt nicht das Wasser reichen konnten.
Im Tausch gegen den Verlust der königlichen Gunst und gegen die praktische Unmöglichkeit, die öffentliche Meinung für sich zu gewinnen, fanden die „Liberalen“ in der Armee einen bereits vorhandenen Unterstützer. Diese nützte ihnen bei der gelegentlichen Auferlegung der Verfassung mittels pronunciamientos20, und vor allem war sie es, die es ihnen ermöglichte die Absolutisten auf dem Schlachtfeld zu besiegen, als sich diese Don Carlos V. anschlossen und zu den Waffen griffen. Aber sogar nachdem der Karlismus21 besiegt und die wirtschaftlichen Grundpfeiler der kirchlichen Macht durch die desamortización22 eingerissen worden waren, mangelte es ihnen weiterhin an den notwendigen Mitteln und der Stabilität, um die Spanier in anderen politischen Werten zu sozialisieren. Als Alternative zum absolutistischen Vorschlag des Bruders des verstorbenen Königs setzten sie zusätzlich auf die verwitwete Königin und ihre Tochter Isabel, wobei sie beide, und vor allem Isabel, als sie mit Erreichen der Volljährigkeit den Thron bestieg, dem liberalen Vorhaben auch keine Chancen bereiteten. Somit zog sich die Saga der Verschwörungen und pronunciamientos nochmals um ein paar Jahrzehnte mehr in die Länge.
Das Volk
Im Zuge dieser politischen Kämpfe radikalisierten sich die Bezüge der liberalen Linken auf den höchsten Träger der Souveränität und wurden von immer populistischeren Tönen durchzogen, was dem romantischen Geschmack jenes Zeitalters folgte. Aus den Mündern der Radikalen kam immer häufiger der Begriff des Volkes, zunächst in Verbindung mit, und später dann anstatt dem der Nation. Anders als im Antiguo Régimen hatte jene Referenz nun eine positive Bedeutung — teils durch die Wende der romantischen Werte und teils durch die Legende, die um die heldenhafte Volksbeteiligung am antinapoleonischen Befreiungskrieg23 herum entstanden war. Schon Antonio de Capmany24 hatte dies in seinem „Historisch kritischen Theater der spanischen Eloquenz“25 in aller Klarheit ausgedrückt, als er die ungezwungenen Tugenden des Volksinstinktes gegenüber dem künstlichen und fälschlichen Charakter des kultivierten Soziallebens hochlobte. Innerhalb weniger Jahre entwickelte sich der Appell an das Volk zur obersten Legitimation, die sich dann im Laufe der Jahrzehnte radikalisierte: Die intransigentes26 oder exaltados27 des Trienio Liberal28, die Progressisten der Dreißigerjahre, die Demokraten der Vierziger und Fünfziger, die Republikaner der Sechziger und Siebziger, und sogar die Sozialisten und Anarchisten des Jahrhundertendes neigten immer mehr dazu, sich nicht auf das Volk in seinem idealen Sinne, nämlich als essentielle und ewige Nation, sondern auf die untersten sozialen Schichten, die „Volksschichten“, das „Arbeitervolk“ und die „schwieligen Hände“ zu beziehen. Es ist üblich, diese Evolution als Entwicklung eines demokratischen Radikalismus zu interpretieren — ganz nach der Tradition Rousseaus, Tom Paynes oder Proudhons, den Kettengliedern, die vom Liberalismus zum Anarchismus führen. Dennoch galt aufs Neue, dass eventuell eine größere Kontinuität herrschte, als es zuerst den Anschein machte.
In Spanien war die liberale Linke sehr häufig jakobinisch29, und das Volk konnte für sie als sakralisierter Souverän eine weise und harte Minerva darstellen, die nicht nur die Kollektivität, sondern auch den Fortschritt und die Gerechtigkeit repräsentierte, und vor deren Altar eine Minderheitsregierung mehr als bereit war, die individuellen Freiheiten und sogar die Volksbeteiligung zu opfern. Die Militärs — misstrauischer als jeder andere gegenüber dem Chaos, welches durch jede unkontrollierte Volksintervention herbeigeführt würde — unterstützen diesen Ansatz natürlich. In dem einen oder anderen lebte das Ideal der Aufklärung weiter: „Alles für das Volk; nichts durch das Volk“30. Gesondert zu erwähnen sind an dieser Stelle die Krausisten31, eine nicht allzu radikale Gruppierung, welche aber sehr wohl einen großen Einfluss auf die intellektuellen Kreise ausübte, die den Liberalismus und generell die Modernisierung des gesellschaftlichen und politischen Lebens in der zweiten Hälfte des Jahrhunderts befürworteten. Historiker haben sich bereits häufig gefragt, aus welchen Gründen die fortgeschrittenen Intellektuellen Spaniens gerade Krause als Mentor und Anführer auswählten — ein Philosoph solch spärlichen Ruhms in der glänzenden intellektuellen Landschaft Deutschlands.
Als diese Frage einmal Julián Sanz del Río, dem ersten Einführer der Werke jenes Denkers, selbst gestellt wurde, begründete er dies damit, dass es die Doktrin war, die dem ihm gelehrten Thomismus am meisten ähnelte. Damit hatte er recht. Die organizistische Auffassung des typischen Soziallebens im Krausismus schloss sehr gut an die traditionelle Scholastik an.
Legen wir die anderen Aspekte dieser Doktrin und dieser in vielerlei Hinsicht bewundernswerten Gruppe von Menschen beiseite, ist es sehr interessant anzumerken, dass die prestigeträchtigste intellektuelle Version des spanischen Liberalismus von einer Auffassung der Gesellschaft ausging, die den Gegenpol zum angelsächsischen Individualismus bildete.
Nachdem diverse Hindernisse umgangen worden waren, geriet das liberale Vorhaben — erlauben Sie mir, die Arbeit an diesem Gemälde in groben Pinselstrichen fortzusetzen, obgleich es eigentlich starker Abstufungen bedarf — schließlich im letzten Viertel des 19. Jahrhunderts ins Stocken. Das vor allem seit dem Tode seines Hauptvertreters Juan Prim orientierungslose Sexenio Democrático32 endete in einem weit reichenden Verlust des Ansehens der revolutionären Alternative. Zudem sahen sich in den folgenden Jahrfünften die liberalen Rückstände auf ein politisches Unvermögen reduziert und überlebten in hauptsächlich kulturellen Gettos: in weltlichen Schulen, Freimaurerlogen, Zeitungen, Casinos oder Parteien, denen die Regierung eine winzige Repräsentation innerhalb des Parlaments zuwies, und so weiter. Obwohl die Volksinterventionen — obgleich sie nun den theokratischen Fanatismus befürworteten oder brutale, vor allem anti-klerische, Gewaltausbrüche im Namen des „Fortschritts“ darstellten — nicht wenig zur Desillusionierung vieler beigetragen hatten, die ihre politische Laufbahn als Unterstützer des Liberalismus und der Demokratie einschlugen, herrschte in diesen linksgerichteten Zirkeln der Jahrhundertwende weiterhin ein um das Volk zentrierter Diskurs vor, welchem man nun die Eigenschaften eines Mythenhelden zuschrieb. Das Volk war der heldenhafte Retter der Zukunft: Heute noch „im Tiefschlaf liegend“ (eingeschläfert durch das Opium des Katholizismus), würde er eines Tages erwachen; dank des Handelns der intellektuellen Minderheit der Progressisten, dem neuen weisen Merlin, der ihm den kulturellen Zaubertrank verabreichen würde, dank welchem er sich wiederum über die eigenen Kräfte und Rechte bewusst werden und gegen den klerischen Drachen rebellieren müsse.
Jenes Monstrum, das in der finsteren Höhle des Obskurantismus33 die pure und leidende Jungfrau quälte, welche die ideale Kollektivität verkörperte: das liberale Spanien des Mittelalters, die Demokratie, die Republik, die Anarchie etc.
Das echte Volk hingegen ignorierte diese öffentlichen Aufrufe zum Großteil und hielt eine relative Passivität gegen Ende jenes Jahrhunderts inne. Es handelte sich um die von Galdós zitierten „años bobos“34, deren Ruhe schließlich durch den Krieg von 189835 unterbrochen wurde. In diesem Moment offenbarten die spanische Monarchie ihre internationale Isoliertheit, die Regierenden die Leere ihrer Rhetorik und das Militär das Lächerliche an ihrer „Unbesiegbarkeitslegende“. Das Schlimmste war aber, dass das Volk — jenes Volk, auf dessen Zornausbruch zur Verteidigung der Gerechtigkeit man im höchsten Moment so vertraute — am selben Tag, an dem man die Nachricht über die Versenkung der Flotte in der Bucht von Manila36 erhielt, sich einen schönen Tag in der Stierkampfarena machte. Die Reaktionen auf jenen traumatischen Verlust der Kolonien müssten wohl die politischen Kurse über lange Jahre des 20. Jahrhunderts gezeichnet haben. Unter der umfassenden Etikette des regeneracionismo37 wurden zahlreiche Vorschläge angeboten, welche die unterschiedlichsten politischen Programme beinhalteten. Wenn auch stets unter einem gemeinsamen Nenner: All diese stützten ihre Forderungen auf ein kollektives Subjekt gemeinschaftlicher und organischer Art.
Nach 1898
Die erste und deutlichste dieser Reaktionen war die der „intellektuellen Progressisten“, den Erben der liberalen Tradition des abklingenden Jahrhunderts. Durchdrungen wie kein anderer vom radikalen Positivismus des Zeitalters, fanden sie sich in einer Sackgasse mit schwierigem Ausweg wieder. Während das Volk, wie es seit den 1860er Jahren üblich war, noch mit der „Rasse“ identifiziert wurde, ließ das Jahr 1898 einiges unbeantwortet: Wenn man zur unmoralischen und egoistischen Oligarchie — stets mit der Bereitschaft, die nationalen Interessen unter die eigenen zu stellen und aufzuopfern — nun ein Volk hinzufügte, dem das Schicksal der Nation gleichgültig war, musste man folglich daraus schließen, dass die „Rasse“ von schlechter Qualität war. Zweifellos, denn schließlich lebten in ihr grausame und apathische Adern der arabischen Vorfahren weiter. Angesichts diesen Ausblicks versanken einige im Pessimismus und entwickelten sich zu Anhängern eines konservativen Elitismus weiter, andere hingegen schöpften für literarische Zwecke einen Nutzen aus ihrem Unwohlsein und identifizierten es mit dem, des im Sterben liegenden Vaterlandes; mit nicht zu verachtenden künstlerischen Resultaten, die von eingeschränkt realistischen politischen Analysen begleitet wurden (um eines der extravagantesten, aber dennoch erfolgreichen Beispiele hierfür zu nennen: Ángel Ganivets dreiteiliges Essay „Spaniens Weltanschauung und Weltstellung“38, in dem er das Problem Spaniens anhand des Dogmas der Unbefleckten Empfängnis beschreibt).
Die anti-liberale Rechte hielt sich ihrerseits grundsätzlich an den traditionellen scholastischen Diskurs. In ihm spielte das Volk, wie wir wissen, eine Rolle; wenn auch ohne die geringste Absicht, dessen politische Teilhabe zu fördern. Die Karlistenkriege39 hatten jedoch gezeigt, dass, dank der Kontrolle und der Integrierung der kirchlichen Netze und der kleinen Adelsmächte in den ländlichen Gebieten, ein beachtlicher Volksteil weiterhin den Absolutismus unterstützte.
Daher kommt es, dass die traditionellen Ideologen sich auch nicht davon abhielten, vom Mythos des Populismus in einem modernen Sinne Gebrauch zu machen: Das Volk, das wahre spanische Volk katholischer und monarchischer Natur, stand auf ihrer Seite. Dies war auch überhaupt nicht unvereinbar mit ihrer Verurteilung der Theorien der Volkssouveränität oder mit einem radikalen Misstrauen gegenüber dem tatsächlichen (besonders dem städtischen) Volk. Sie sahen es als derart durch die modernen Winde pervertiert an, dass härteste Unterdrückungsmaßnahmen gefördert wurden. Jedoch hatte der Anbruch des Zeitalters der Nationen auch innerhalb des Diskurses der Rechten einen bleibenden Eindruck hinterlassen: Sie wandte sich von der Rhetorik um das „christliche Volk“ bzw. das populus Dei herum ab und verlagerte den gedanklichen Mittelpunkt stattdessen auf die „spanische Nation“. Jene stellte die ursprüngliche Synthese dar, die Nationalkatholizismus genannt wurde und bereits in aller Ausführlichkeit von Menéndez Pelayo40 dargelegt, und von Vázquez de Mella41, der Acción Española42 und den weiteren Inspiratoren der Regimes von Primo de Rivera und Franco, wiederholt wurde. Nachdem die Kirche eine Zeit des defensiven Rückzugs zwischen der Französischen Revolution und dem Zweiten Vatikanischen Konzil durchlebte, — während welcher sie das eine oder andere Mal den Liberalismus und die Rechte des Menschen verurteilte — beobachtete sie auch, wie sich eine viel versprechende Tür mit eben diesem Bezug auf die Nation und auf die „kollektiven Rechte“ öffnete. Diese nützten besonders als Sperrwerk, nicht nur gegen die soziale Revolution, sondern vor allem gegenüber dem Individuum als höchste ethische Referenz. Der Katholizismus und die konservative Sozialordnung wurden auf diese Weise im „wahren Spanien“ gegründet.
Eine dritte Reaktion stellte die der revolutionären Linken dar, welche zwar dem nationalen, nicht aber dem populistischen Ansatz entging. Die Klassenrhetorik wärmstens umarmend, verstand sie unter dem Volk das Proletariat; eine universelle Bruderschaft der Handwerker, welche die nationale Identität aufhob. Die Zukunft gebührte den Arbeitern, deren Revolution weltübergreifend und definitiv sein sollte. Viele, darunter nicht nur Arbeiter, wurden so zwischen dem Ende des 19. und den ersten Jahrzehnten des 20. Jahrhunderts zu Anarchisten, Sozialisten und, durch den bolschewistischen Triumph, zu Kommunisten. An diesem Punkt ist es unvermeidlich, auf die Vorherrschaft des Anarchismus in Spanien zu verweisen — eine Erscheinung, die im Prinzip der besagten beständigen Tendenz zum Kollektivismus zu widersprechen scheint. Jedoch sollte uns der Begriff „Anarchismus“ nicht beirren. Mit diesem Wort bezeichnete man innerhalb des iberischen Verständnisses nicht etwa eine extreme individualistische Doktrin. Der in Spanien erfolgreich gewesene Anarchismus trank nicht aus den Quellen Bakunins und, noch viel weniger, Max Stirners, Nietzsches oder Henry Thoreaus, sondern aus der Quelle Kropotkins43; und dieser adelige Russe trat für einen Kommunitarismus im alten Stile ein. Es genüge daran zu erinnern, dass das Idealbild der gesellschaftlichen Organisation, bzw. laut Kropotkin das oberste Naturgesetz44, bei den Ameisen und Bienen, wo die Zusammenarbeit und die Aufopferung zugunsten der Kollektivität vorherrschen, vorzufinden sei. In all dem gab es einen Hauch von traditionellem Christentum, was sicherlich auch einen guten Anteil seines Erfolges in Spanien, Italien oder Russland erklärt. Es ist jedoch schwierig, eine noch gegensätzlichere Vorstellung zum Individualismus als einen Ameisenhaufen oder einen Bienenstock zu finden.
Zu guter Letzt wären da die peripheren Eliten, die sich, beginnend bei den Katalanen, das Rassendilemma sparten, indem sie gegen 1898 herausfanden, keine Spanier zu sein. Auch sie betrieben Populismus, allerdings nicht mehr im Bezug auf das spanische, sondern auf das katalanische oder baskische Volk. Daher rührt die derart unbeschwerte Konversion zum Fuero-Regionalismus, und später zum Nationalismus, seitens vieler ehemaliger Karlisten bzw. Verfechter der göttlichen Rechte des Königs und der Kirche. Da nicht die individuellen Freiheiten, sondern die Rechte der Kollektivität — verkörpert durch historische Institutionen oder Rassenzüge — der Ausgangspunkt waren, schmähte nicht nur Arana, sondern auch Prat de la Riba die Spanier als „Berber“, im Gegensatz zu den Basken und Katalanen, die sich als europäisch oder arisch ansahen. Im Laufe der Jahrzehnte sollten sich diese Nationalismen von jenen Ursprüngen entfernen und demokratische bzw. sogar revolutionäre Züge annehmen, woraufhin ihnen letztlich ihr Widerstand gegenüber dem Franquismus das eindeutige Siegel der Modernität verlieh. Im Allgemeinen aber neigen sie immer noch zur Annahme, dass die Rechte des Kollektivs so vorrangig gewesen seien, dass man sie sogar auf unzivilisierte Weise einfordern konnte, d.h. indem so manch ein individuelles Recht mit Füßen getreten wurde.
Individuelle und kollektive Rechte
Das Kollektive diente also kurzum unter dem Namen des Volkes, der Rasse, der Klasse oder der (spanischen, baskischen bzw. katalanischen) Nation als Grundreferenz für die verschiedenen politischen Programme. Bis auf einige Ausnahmen, wie dem „paktistischen“45 Föderalismus von Pi i Margall46, glänzen die Ansätze im Blick auf individuelle Rechte und Freiheiten durch deren Abwesenheit. Sogar bei den Föderalen muss man beachten, dass sie, gemeinsam mit den Paktisten, immer auch als „organisch“47 auftraten. Außerdem war ihre Beliebtheit weitaus mehr ihrem Verfechten der kollektiven Identitäten — wie z.B. den Kantonalen, die beabsichtigten den geerbten Nationalstaat zu zerlegen —, als dem der individuellen Freiheiten zu verdanken.
Daher besteht die Möglichkeit, dass die von den Ideologen jener Bewegung verteidigte „organische Demokratie“ mehr als nur ein leerer Begriff war. Es ist durchaus vorstellbar, dass es Franquisten gab, die ehrlich an Machtgrenzen glaubten, welche von den Rechten der sozialen Organismen (aber nicht etwa der individuellen Freiheiten; einer Sünde des Liberalismus) abgeleitet wurden. Beginnend bei den Anhängern der katholischen Kirche, auf deren Gebiet sich nicht einmal Franco, in diesem Falle der „milde“ totalitäre Herrscher, begeben konnte.
In das allzu komplexe Thema des post-franquistischen Übergangs werde ich an dieser Stelle nicht eintauchen. Ich werde nur auf einen seiner Aspekte eingehen: der mehrdeutige Charakter der Identität, welcher die Souveränität innerhalb des damals konstruierten demokratischen Bauwerkes zugeschrieben wurde. Jene so verbreitete Forderung der demokratischen Freiheiten im Spät-Franquismus umfasste seither die Anerkennung der politischen und zivilen Rechte der Individuen, aber auch — und dies an sehr prominenter Stelle — die Rechte der kollektiven Institutionen, besonders seitens der peripheren Nationalisten. Deshalb wurde beim Aufsetzen der Verfassung derart viel darüber diskutiert, ob die kürzlich wiedererlangte Souveränität in der unauflöslichen und hochheiligen spanischen Nation oder in den nicht weniger unantastbaren Nationalitäten, die mit ihr konkurrierten, verankert sein sollte. Die Existenz einiger Gemeinschaften, die eine historische Kontinuität und objektive kulturelle Eigenschaften vorwiesen, welche das Fundament für dauernde Forderungen legten, erschien den verschiedenen Parteien und politischen Gruppen als indiskutabel. Für Unstimmigkeiten sorgte hingegen die Identität solcher Gemeinschaften. Was jedoch niemandem einzufallen schien, war die Souveränität den Bürgern zuzuschreiben. Da niemandem, bzw. fast niemandem, die Ideen Lockes, Stuart Mills oder Tocquevilles48 gelehrt worden waren, glaubte fast keiner daran, dass das erste politische Prinzip die Bestätigung einer Sphäre des privaten Handelns sein müsse, in welcher die Individuen das Recht auf ein freies Wirken haben, auch wenn sie sich dabei irrten oder — laut der Meinung anderer — auf widersinnige Art verhielten; was, zu allem Überfluss, vorteilhaft für die soziale Einheit wäre. Die Forderungen der Gruppierungen hingegen schienen allen zugänglich zu sein, wobei sie sogar einen Hauch von Modernität mit ihren Formulierungen der „kollektiven Identität“ und des „geerbten Gedächtnisses“ erlangt hatten.
Natürlich waren diese für die Interessen der lokalen Eliten sehr nützlich. Vor allem aber wirkten sie hinsichtlich der zersetzenden Effekte des Individuums als moralische Monade beruhigend. So kam es, dass sich die Bischöfe so eifrig der Forderung nach den kollektiven Rechten anschlossen, obgleich es sie zwei Jahrhunderte gekostet hatte, bis sie die individuellen Rechte anerkannten (als sie es dann taten, nannten sie diese die „Rechte der menschlichen Person“, als gäbe es nicht-menschliche Personen — alles um den Begriff des satanischen und zersetzenden „Individuums“ bloß nicht zu erwähnen). Der Rest der Öffentlichkeit war diese politische Mitteilung bereits seit Jahrhunderten gewohnt und akzeptierte sie als etwas Natürliches. Heute aber bezahlt sie im Alltagsleben den Preis für diese damalige Sichtweise, denn die spanische Gesellschaft hat sich in den vergangenen fünfzig Jahren stark verändert. Sie hat nicht nur ein bemerkenswertes Wirtschaftswachstum erfahren, ein demokratisches System etabliert und eine beachtliche Präsenz im internationalen Geschehen erlangt, sondern auch ihre Gewohnheiten (zum Guten und zum Schlechten) radikal modernisiert; sie hat sich säkularisiert, erlebt einen wachsenden Individualismus und die Bürger kümmern sich vor allem um ihr eigenes Wohlergehen. Man lebt besser als je zuvor und genießt sogar ein beachtliches externes Ansehen, was man bei akademischen oder politischen Versammlungen an der Hervorhebung des „spanischen Modells“ der Modernisierung und Transition zur Demokratie als Erfolgsparadigma erkennt. Gleichzeitig jedoch nimmt man in den inneren politischen Kreisen weiterhin Anzeichen des Unbehagens und ein Gefühl des Scheiterns wahr. Es werden mit großem Erfolg Analysen der jüngsten Vergangenheit veröffentlicht, die von einer zerstörerischen Nostalgie und Klagen über den „Betrug“ des Übergangs dominiert werden. Obwohl die Spanier ihre tagtäglichen Bemühungen dem persönlichen und familiären Wohlergehen widmen, — welches oft nicht wenig unter so viel tribalem Kampf und zystenartiger Kränkung leidet — können sie all dem nicht Ausdruck verleihen oder sich rechtfertigen, da sie über keinen politischen Diskurs verfügen, der diese Anforderungen erfüllt.
Sie verweilen in den Fallen all dieser Geistlichen, die sich als Rächer des Kollektivs und insbesondere des Nationalismus, aber auch der Gewerkschaften und Körperschaften verkleiden. Ein Rächer, der das individuelle und irdische „pursuit of apiñes“49 als eine illegitime Moralvorstellung ansieht und stattdessen weiterhin einen kollektivistischen, redemptoristischen50 und autoritären Diskurs ausruft.
Letzten Endes erscheinen als Konstanten über den gesamten Prozess hinweg die Bedeutung der mittelalterlichen Scholastik, die geringe Wirkung des Individualismus und der moderne liberale Rationalismus (wobei ich hoffe, dass Sie mir um der Bemühungen dieser Synthese willen die Vereinfachung verzeihen, welcher es bedarf, um ein so komplexes und breitgefächertes Konzept wie dem des Liberalismus unter ein und dasselbe Dach zu bringen). Die Konflikte treten weiterhin zwischen metaphysischen und überirdischen kollektiven Realitäten auf; als Reinkarnation der ehemaligen collegia oder des populus Dei. Da diese Institutionen zudem absolute Forderungen stellen, — wie z.B. der „unverzichtbaren“ Rechte der Nationalitäten gegenüber der „unauflösbaren“ Einheit des „ewigen“ Spaniens — ist eine Lösung unmöglich. Einzig und allein realistische Vereinbarungen werden an dem Tag, an dem die Souveränität der bürgerlichen Gemeinschaft zugesprochen wird und man zwischen freien Individuen, die ihre Interessen vertreten, über Wohlstandsanteile verhandelt, von Nutzen sein. An diesem Tag wird sich außerdem der politische Diskurs dem modernen Charakter der heutigen spanischen Gesellschaft anpassen.
[Dieser Artikel wurde als Vortrag im Rahmen des Kongresses „Historia de los conceptos“ („Die Geschichte der Konzepte“) unter der Leitung von Javier Fernández Sebastián in der Universidad del País Vasco am 30. Juni 2003 präsentiert.]
Jose Álvarez Junco war bis zu seiner Emeritierung im Januar 2014 (vgl. MORALES 2014) Geschichtsprofessor an der Universidad Complutense de Madrid. Zu seinen Werken gehören u.a. "El Emperador del Paralelo. Alejandro Lerroux y la demagogia populista" (1990) und "Mater Dolorosa: La idea de España en el siglo XIX" (2001).
عربي إلى أنجليزي: Syria Al Gad Foundation
لغة نص المصدر - عربي الحرب.. معاركها، متفجراتها، ورصاصها.. لا تفرق بين مدني ومحارب، لكنها تفرق بين الإنسان ووطنه.
وتهجر مئات آلاف الأطفال والنساء إلى أي أرض يأمنون فيها على أنفسهم،
وليبحث الهاربون عن مأوى وغذاء يبقيهم على قيد الأمل علهم يعودون يوماً إلى ذاك الوطن من جديد.
هذا الأمل ما تعمل لأجله هيئة الإغاثة الإسلامية العالمية التابعة لرابطة العالم الإسلامي بتقديم مساعداتها للشعب السوري في بلدان اللجوء بعد مأساته الكبرى، وذلك عبر مشاريع إغاثية متصلة ومتعددة،
آخر تلك المشاريع ما قامت به الهيئة بتوزيع السلل الغذائية على عشرة آلاف وثلاثمئة أسرة سورية مقيمة في جمهورية مصر العربية.
بسم الله الرحمن الرحيم، اليوم تنطلق حملة هيئة الإغاثة الإسلامية العالمية لتقديم المساعدات لـ 10,355 أسرة سورية مقيمة في جمهورية مصر العربية بتوزيع سلة لكل أسرة في مناطق مصر المتعددة التي يتواجد فيها الأسر السورية وتستمر الحملة لمدة عشرة أيام.
مؤسسة سوريا الغد طبعاً بالتعاون مع هيئة الإغاثة الإسلامية ابتدأت حملتها اليوم لتوزيع 10,355 سلة غذائية تشمل جميع محافظات مصر، القاهرة، العبور، أكتوبر، وسط القاهرة، دمياط، الاسكندرية منصورة، شيخصص لكل أسرة سورية سلة غذائية واحدة، وكل محافظة لها عدد معين من السلل
هذا المشروع يأتي ضمن المشاريع المتعددة التي تقوم بها هيئة الإغاثة الإسلامية لرعاية اللاجئين السوريين في مصر، وذلك عبر سياستها بالتوزيع في مناطق متعددة لتتوجه إلى تجمعات اللاجئين السوريين وتيسر لهم تحصيل المعونة الغذائية.
بالتنسيق مع هيئة الإغاثة الإسلامة الله يجزيهم الخير، نحاول توفير توزيع كريم للأهالي ، وبشكل سهل وسلس، ولا يستغرق وقت طويل، وتوفير أماكن استراحة بالظل بعيداً عن الشمس
كما تحرص هيئة الإغاثة على توفير المعونة الغذائية بعد دراسة ما تحتاجه الأسر السورية لتتناسب المعونة مع احتياج تلك الأسرة.
اللي بيتم الحقيقة بالتنسيق بين مكتب الهيئة وبين مؤسسة سوريا الغد باعتبار أنهم أكتر معرفة باحتياجات الأسر السورية،
وبعد تحديدهم للأصناف وبنبدأ نحن إعادة تقييم الأصناف مع الإمكانيات المادية المتاحة لحد ما نصل إلى شكل معين، تزن فيه السلة الحدود المناسبة، طبقاً للأسعار، حيث أننا نرضي كل الأطراف، من إمكانيات الهيئة المتاحة المالية مع خبرة مؤسسة سوريا الغد بالأسر السورية بالتالي السلة تبقى معبرة عن احتياجات الأسرة
تزن السلة ما يقرب من ثلاثة وعشرين كيلو غرام من أجود الأنواع الغذائية المصرية، من السكر، ومكرونة، وسمن للطعام، و صلصة البندورة، وعدس، وشعيرية، وأرز مصري.
مشروع كتير كويس، والله يجزيكم الخير، وإجا بوقته.
والله هو بصراحة إجا كتير مهم للسوريين، خاصة بالأوضاع التعبانة، الناس كتير عم تتعذب، وبتعرف الوضع بالغربة بيكون كتير متعب، فبصراحة بيجي هدا المشروع كتير ممتاز بالنسبة إلن، الناس كتير عم تستنى هيك مشاريع إغاثية.
المواد اللي عم تقدموها كتير كويسة وممتازة، والله يكتر خيركن ، السلة الغذائية الحليب اللي عم توزعوه للأطفال الصغار
هدا المشروع عم يشيل عبئ كبير عن السوريين وهون السوريين بحاجة كتير لهيك مشاريع، وهون الأسرالسورية بحاجة لهيك مشاريع، وبتشكر هيئة الإغاثة الإسلامية العالمية على هدا المشروع.
انخفاض المساعدات الإنسانية الدولية للاجئين السوريين.. وقطع المعونات الغذائية عن آلاف الأسر في مصر، من بين الأسباب الكثيرة التي تضع جميع العاملين في الملف الإنساني أمام مسؤولية دائمة لإطلاق المشاريع الإغاثية للاجئين السوريين.. على أمل عودتهم يوماً ما إلى وطنهم مكرمين
ترجمة - أنجليزي The war. Its battles, its explosives, its bullets. It does not differentiate between civilians and combatants, but it does separate a human being from their country. Hundreds of thousands of children and women have been displaced to any ground where they feel safe. Those who fled are looking for shelter and food which would keep up their hopes of returning to their countries one day.
This hope is what motivates the International Islamic Relief Organization (IIRO), an aid organization belonging to the Muslim World League, to provide aid to the Syrian people in refugee countries through various joint relief projects after this major tragedy.
Most recently, the IIRO has distributed food parcels to 10,300 Syrian families in Egypt.
"(In the name of Allah, the most Gracious and most Merciful.) Today the International Islamic Relief Organization has launched a campaign to provide 10,355 Syrian families in Egypt with aid. In multiple areas all over Egypt where the Syrian families are residing, each family is being given a food parcel. The campaign will last for another ten days.
In cooperation with the IIRO, the Syria Al Gad Foundation has started its campaign of distributing 10,355 food parcels in all governorates of Egypt, including Cairo, Al-Abbour, October, Central Cairo, Tahrir, Damietta, Alexandria, Mansoura etc. Each family receives one food parcel, while every governorate is ascribed a certain number of parcels each."
This project is only one of the multiple projects undertaken by the IIRO to help Syrian refugees in Egypt by planning its distributions in various areas in order to reach all agglomerates of Syrian refugees and facilitate their collection of food aid.
In coordination with the IIRO —may Allah reward them—, we are trying to provide the families with generous distributions which are carried out easily, smoothly and on time, in addition to offering resting places in the shade in order to avoid the heat.
The relief organization also aims to plan and provide its aid according to the Syrian families' special needs.
"The cooperation lies in Syria Al Gad advising the IIRO, since the foundation is more knowledgeable about the families' special needs. After they have determined the needed items, we start re-evaluating the items using the given financial resources until a certain format is reached, defining an appropriate weight for the parcel according to the prices, so that all parties are satisfied. All this happens while considering the organization's offered financial resources in relation to Syria Al Gad's experience with the Syrian families. Thus, the parcel meets all the families' needs."
The parcel weighs around 23 kg of Egyptian quality foods, including sugar, (fine) noodles, vegetable/animal fat, tomato sauce, lentils, as well as Egyptian rice.
"The project is great —may Allah reward you—, it came just in time."
"Honestly, it plays an important role for Syrians, especially in these weak times, the people are struggling a lot, and you know, being outside of your country is exhausting, so really, this project is coming in beneficial for them. Everyone has been waiting for such aid projects."
"The items you're providing really are of great quality —may Allah reward you. The food parcel, the milk that you're distributing amongst young children…"
"This project is lightening the burden the Syrians carry a great deal, the families here really need such projects. I'd like to thank the International Islamic Relief Organization for this campaign."
The reduction of international humanitarian aid for Syrian refugees and the cancellation of food aid for thousands of families in Egypt are among the many reasons which let the aid workers face a permanent responsibility of organizing projects for Syrian refugees — always hoping that one day, they will return to their country in dignity.
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مؤهلات في الترجمة
Bachelor's degree - Cologne University of Applied Sciences
Bilingual native speaker of Arabic (Shami dialect) and German. Also fluent in Spanish (Spain) and English.
German Abitur (Grade: 1,1)
Bachelor's degree in Multilingual Communication (German, Spanish, English) from Cologne University of Applied Sciences / Fachhochschule Köln, Germany. (Grade: 1,4)
Erasmus semester at Granada University, Spain.
Master's degree in Professional Translation (Arabic, Spanish) from Granada University, Spain. (until 2016)
كلمات مفتاحية: arabic, spanish, german, english, graphic design, design, photoshop, indesign, photography, intercultural. See more.arabic, spanish, german, english, graphic design, design, photoshop, indesign, photography, intercultural, ong. See less.